Estar a la altura

A menudo mi vista se fija en los áticos de los edificios. Me gusta observarlos mientras camino, sin importar la zona o la construcción en sí, e imaginar el tipo de inquilino que puede habitar cada uno de estos escenarios, incluso averiguar sus gustos y las historias que allí ocurren. Considero estos lugares un lujo para los afortunados o afortunadas que pueden tener uno.

Nos gustan las alturas, porque parece que desde aquí las cosas se ven diferentes. Los problemas no parecen tan grandes desde arriba y, a veces, nos sirven como lugares de evasión. Ante nuestros ojos se despliega un lienzo gigante y se respira lo que hay abajo. No hay que sentir vértigo y asomarse a la vida. Pensar en las alturas es dejar volar la imaginación y perderse en el horizonte. Queremos llegar siempre a lo más alto y estar a la altura de las circunstancias. Es como un refugio donde escapar de lo cotidiano y encontrar una salida.

Son muchas las escenas que se han inspirado en los áticos de los edificios, sin duda míticos los de Nueva York, allí donde todo puede ocurrir: declaraciones, persecuciones, besos de película, caídas al vacío, cena para dos, confesiones… Imagino las notas de una guitarra, un cigarrillo al borde del abismo o una sesión de fotos. La nieve en la azotea y las chimeneas activas. Ropa tendida, hamacas y sombrillas. Amaneceres. Guiones y buenos contenidos. Desayunos en los que alargas el tiempo y una buena lectura para las tardes de verano. Las antenas de las casas. Atardeceres en apartamentos de playa. Cielos claros y nubosos.

Y es que para una que ha vivido gran parte de su existencia en pisos de baja altura, estos espacios me parecen privilegiados. Visitamos ciudades y pagamos incluso por subir a lo más alto, para ver la vida desde las nubes, disfrutar de vistas privilegiadas y llevarnos otra imagen de la misma. Porque la vida en tierra firme es más compleja, aunque a veces seamos nosotros a complicarla. 

 

 

 

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